jueves, 10 de noviembre de 2011

EL CAUDILLO LEYENDAS BIBLIOTECA AUPA BÉQUER

El caudillo de las manos rojas
(Tradición india)
Capítulo primero
I
El sol ha desaparecido tras las cimas del Habwi, y la sombra de esta montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orisa, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.
II
El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.
III
Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos que, como un himno a la divinidad, levanta la creación al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.
IV
La noche vence, el cielo se corona de estrellas y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese caudillo que aparece al pie de sus muros al mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes a cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?
V
Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates y a la muerte, tras el estandarte de Schiven, meteoro de la gloria, puede adornar sus caballos con la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo schal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli, magnifico rey de Orisa, señor de señores, sombra de dios e hijo de los astros luminosos.
VI
Es él, ningún otro sabe prestar a sus ojos, ya el melancólico fulgor de lucero de alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una noche serena o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas cumbres de Davalagiri. Es él; pero ¿qué aguarda?
VII
¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los extremos de su diáfano schal y las orlas de su blanca túnica?
¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplareis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando este salió de sus manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.
VIII
Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el primer rayo del sol, y sale a su encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de la pelea ni en la presencia del tigre, late violento bajo la mano que se llaga a él, temiendo se desborde la felicidad que ya no basta a contener. «¡Pulo!», «¡Siannah!», exclaman al verse y caen el uno en los brazos del otro. En tanto, el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas del céfiro, huye al morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el golfo al océano. Todo huye; con las aguas, las horas; con las horas; la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es el caos, cuyos ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.
IX
Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una ilusión que se disipa y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aun bajo el verde abanico de una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos, cuando se eleva un sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro, exhala un grito agudo y ligero como el del chakal, y retrocede diez pies de un solo salto haciendo brillar al mismo tiempo la hoja de su agudo puñal damasquino.
X
¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que arrojan lamas pertenecen a un hombre, y aquel hombre es su hermano.
Su hermano a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien estaba desterrado de Orisa; el que por último juró su muerte si volvía a Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su dios.
XI
Siannah le ve también, se coagula la sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la mano de la muerte lo tuviera asido por el cabello. Los dos rivales se contemplan un instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro, como dos leopardos que se disputan una presa... Corramos un velo sobre los crímenes de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del grande espíritu.
XII
El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de diamantes, dejando en pos de sí, como la estela de un buque, el polvo de oro que levantan sus corceles en el pavimento de los cielos. Las aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos, tienen una sola voz, y esta voz entona el himno del día. ¿Quien no siente saltar su corazón de jubilo a los ecos de este solemne cántico?
XIII
Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos; en valde, saliendo de su inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas en las orillas del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas apenas retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que el cabo exclama con un acento de terrible desesperación:
—¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del cielo ha caído sobre nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado a cuyos pies hay un cadáver y cuyas rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Orisa, magnifico señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos por la muerte de su hermano y antecesor.
Capitulo II
I
—¿Qué me sirven el poder y la riqueza si una vívora enroscada en el fondo de mi corazón lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida? ¡Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el lodo, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la mano y, al tenderla para asirlos, encontrar todo cuanto toca manchado en sangre!... ¡Oh! ¡Esto es espantoso!
II
Así exclama Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y torciéndose las manos a impulsos de su terrible desesperación. En valde el humo de los pebeteros embalsama la opulenta cámara; en valde la seda de brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de tigre para que descansen sus miembros; en valde han invocado los bracmines por siete veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar; el remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo, que golpea su frente con dolor al escucharlo.
III
Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de zafiro y entre nubes de ópalo; las schiwas de ojos verdes como las olas del mar, cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los juncos de los lagos; los cantares de los espíritus invisibles que refrescan con sus alas los cansados párpados de los justos, no pasan con una tromba de luz y de colores en el sueño del criminal.
Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan bramando sobre las oscuras peñas de un precipicio terrible; imágenes espantosas y confusas de desolación y terror; estos son los fantasmas que engendra su mente durante las horas del reposo.
IV
Por eso el magnifico señor de Orisa no puede gustar la copa del beleño con que los dioses brindan a sus escogidos. Por eso, apenas la aurora abre las puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de sus vestidos, que abrillantan las perlas y el oro, y, depositando un beso sobre la frente de su amada, sale del palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de la ciudad que domina la cumbre de Jabwi.
V
Como la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba en sabanas de plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se desliza silencioso entre las guijas y las flores, para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas del Jawgior. Una gruta natural, formada de enormes peñascos que parecen próximos a desplomarse, sirve de taza a estas olas en su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir sin que las turbe otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta, el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa o el salvaje grito de los cóndores que se lanzan a las nubes como una flecha disparada.
VI
Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirrarse a los que le siguen y emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que , serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace el torrente que ya salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Donde va el señor de Orisa? ¿Por que, desnudándose de su recamada túnica, del amarillo schal, emblema misterioso y del amuleto de los reyes cambia sus vestiduras por el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las penas que el resto de los hombres no comprenden?
VII
No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar en sus dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil fatigan el eco de los bosques, cien ágiles esclavos le preceden arrancando las malezas de los senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro y veinte rajás siguen su paso disputándose el honor de conducir su alejo de ópalo. ¿Viene a buscar la soledad? Imposible. La soledad, el imperio de la conciencia.
VIII
El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el torrente, sobre su cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las hendiduras de una roca para templar la sed del dios Vichenú cuando, destinado de los cielos, venia a cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota, un bracmín vela constantemente en el muro de la gruta, dirigiendo sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una venerable tradición, abundan las sagradas linfas.
IX
El último de estos sacerdotes que, encendidos en amor por la divinidad, han consagrado sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un anciano cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su juventud el bracmín del torrente tenia ya los cabellos blancos y la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto cuando por casualidad baja la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen su alimento y que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que un espíritu bajo las formas de un bracmín.
X
¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora; pero los que se sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita suben a ella para pedirle un remedio contra los males desesperados, una revelación para conocer el término de las empresas arriesgadas, una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de estos es Pulo, porque a la gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los aduladores bracmines de Kattak le impusieron no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a consultar al solitario de Jabwi, solo y de incógnito para que la pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.
XI
Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes del torrente, hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre suspendida de las ramas de una palmera, para que el viajero apague su sed. El caudillo toca por tres veces con el mango de su yathagán, y el cobre restaña, produciendo un sonido metálico y misterioso que se pierde vibrando con el rumor de las olas. Un momento transcurre, y el solitario aparece.
—Elegido del grande espíritu —exclama al verle el caudillo, inclinando la frente—, que el enojo de Schiwen no se amontone sobre tu cabeza como las brumas en las cimas de los montes.
—Hijo de los mortales —replica el anciano sin responder a su salutación—, ¿qué me quieres?
XII
—Consultarte.
—Habla.
—Yo he cometido un crimen. Un crimen horroroso cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a los adivinos de Bracma. Las penitencias que me impusieron han sido inútiles. El remordimiento vive aún en mi corazón. El fantasma de la víctima me sigue a todas partes. Se ha hecho sombra de mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien todos los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este crimen?
—Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya desaparecido —exclama el terrible bracmín, lanzando una mirada de indignación al príncipe, que permanece aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.
XIII
—¿Me conoces? —prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor.
—No te conozco, pero sé quién eres.
—¿Quién soy?
—El matador de Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y el bracmín prosigue de este modo:
—En la pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso como el hervidero de cien legiones de abejas. Una manga de aire frío y silencioso vino por la parte de Oriente, rizo las ondas y tocó con las puntas de su humedad a las mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí su diestra, tan pesada como un mundo, descansar sobre mi hombro, en tanto que me contaba al oído tu historia.
XIV
—Ahora bien: pues conoces mi delito, dime la manera de hacer que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.
El bracmín permanece en silencio y el príncipe prosigue:
—¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá borrar esta sangre?
—Lo ignoro; es muy corta tu vida para expiar ese delito y Schiwen esta airado porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que a él solo está encomendada.
—Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú. Él me protegerá contra su hermano. Penetremos en la gruta sagrada.
—¿Has ayunado las tres lunas?
—Sí.
—¿Has huido del lecho nupcial por siete noches?
—Sí.
—¿Has dejado de cazar durante nueve días?
—También.
—Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto dialogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo de la misteriosa gruta...
XV
Lo que pasó en aquel recinto se ignora. La tradición guarda una idea confusa, y el príncipe por quien esto se supo habla vagamente de sierpes monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del torrente, para aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y fantásticos; de conjuros tan temibles que a veces se cubría de manchas el sol y los montes se estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre se helaba al escucharlos.
XVI
Las palabras del Dios se guardan, y son estas: «Asesino marcado por Schiwen con un sello de eterna infamia, voy a darte mis consejos para que puedas expiar tu crimen: sube por las orillas del Ganges, y a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El remoto país del Tíbet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del Himalaya es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el más escondido de los manantiales y a la hora en que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos».
XVII
¿Quién es ese peregrino que se apoya en un grosero cayado de abedul y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada, sale por una de las puertas del Kattak al mismo tiempo que la luna se desvanece ante los rayos del astro del día? Es él: Pulo-Dheli, magnifico rey de Orisa, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.
Capítulo III
I
Los peregrinos tocan al término de su viaje; ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas llanuras de Nepal; ya han visto a Benares, celebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del imperio de los birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palna, famosa por sus templos, sus mujeres y sus tapicerías; Dakka, la ciudad que tejió el velo para el santuario de los dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gvalior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.
II
También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de Dehli, concha que guarda a la perla de los reyes presentando una ofrenda de miel y flores al genio protector de Allad-Abad, ciudad que debe sus nombre a las caravanas de peregrinos que todos los puntos de la India acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del Océano.
III
Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El Kian-gar, conocido por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques sombríos donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Lahorre, la madre de los guerreros; Cachemira, la virgen de los siete schales de amianto, y cien otros países, ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras del Himalaya se extienden sobre las inmensas llanuras de la India.
IV
Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de las más terribles de las pruebas atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto por los árboles que produce, de los que se extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan llevando a Siannah sobre sus espaldas.
V
El sol lanza sus rallos perpendiculares sobre la tierra. Los viajeros fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río, a cuya fuente se aproximan. Un boabab corpulento y magnifico les presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros. Entre las brumas del lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y, empinado sobre sus cumbres, el Dawalagiri, que pasea sus miradas sobre medio mundo.
VI
Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los juncos de la ribera y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las ramas de un penachudo talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y esmeraldas.
VII
Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las orillas un ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de un tórtola. Al agradable son de las aguas y de las hojas que se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus cabezas recuerdan en dulces coloquios, y con esa especie de satisfacción con que se menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que, como un panorama magnifico, se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la expiación próxima a satisfacerse. Sus palabras se atropellan llenas de un fuego y de un calor vivisimo después va poco a poco languideciendo su dialogo; diríase que hablan una cosa y piensan otra. Por ultimo, algunas frases vagas e incoherentes que preceden al Silencio, que, con un dedo sobre el labio, se sienta a la par de los amantes sin ser sentido.
VIII
El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los países tropicales el mediodía es la noche de la naturaleza. Sólo interrumpe en esta calma profunda el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y tenaz de los insectos que voltean en el aire brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah, sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio. Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?
IX
Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz, entre las que vacilan los lejanos horizontes.
La mente no se halla en la tierra ni en el cielo. Recorre un espacio sin límites ni fondo, océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.
Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin forma ni color que se ciernen en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.
X
Pulo es el primero que interrumpe el silencio.
—¡Cuán dulce es —dice— percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento que se escapa de unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una playa de rubíes! Si me fuera posible, ¡oh hermosa Siannah!, explicarte lo que el murmullo de tu respiración me dice... Suena en mi oído como una voz insólita que murmulla palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste. Me recuerda los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían a mis sueños de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna me narraban consejas maravillosas que, embelesando mi espíritu formaban la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto, hermosa mía, que hasta la aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden.
XI
Siannah calla; sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso semejante al reflejo de una estrella en un lago.
—Pulo —exclama al fin, como volviendo de un éxtasis que la hubiese alejado por algunos instantes de la tierra—, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra causa la muerte?
—Es cierto—responde el príncipe—. El dios Schiwen lo creó para destruir a los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo dio a conocer a Bracma, su elegido.
Siannah vuelve a su muda agitación. Su esposo, en tanto, la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.
XII
—Pulo —exclama a los pocos instantes la hermosa—, ¿es verdad que existe un árbol cuya sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor?
—Sí.
—¿Lo conoces?
—Lo conozco, aun cuando ignoro su nombre. Mas...¿por qué me haces esa pregunta tan extraña?
—No sé... la sombra de este bosque me hace mal...prosigamos nuestra jornada.
—¡Proseguir, cuando el sol abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y la luz comience a palidecer.
—Esperemos —murmura Siannah—; pero, entre tanto aparta tus ojos de los míos, vuélvelos al cielo o duerme; mas no me los claves en el alma.
XIII
—Bien dices. Mis ojos en los tuyos deben amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces, ahora es un crimen. Sí, es necesario que no te vea...Siannah, voy a dormir. Cántame algún himno de nuestra patria, arrulla mi sueño como una madre, ya que no como una esposa.
La beldad de las trenzas de ébano canta:
I
¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas se templa con sangre.
Un torrente de fuego desciende del Jabwi. Esas centellas que brillan entre la nube de polvo que levantan son los hierros de nuestros enemigos.
Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo y rodead a mi casco al schal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión de la pelea.
¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed y la sed de las espadas se templa con sangre.
II
Allá van, semejantes a....
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto.
—¿Por que —exclama el príncipe— no escucho ahora las canciones de mi patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han hecho para que los recite una hermosa?
XIV
—Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los címbalos alzan las virgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las aras.
—¡Pulo!...
—Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.
Siannah canta. Su voz tiembla y su pecho se eleva acompasadamente, como una ola que se hincha coronada de espuma.
La vuelta del combate


Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar, sin caer nunca; ciego, abrasado y ensordecido, como caería el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.
*
I
La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba a su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de una campana distante que de cuando en cuando traía el viento en sus ráfagas.
—Habré soñado —dijo el barón, y emprendió su camino a través del bosque, y salió, al fin, a la llanura.
II
En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche.
—Mi castillo está lejos y estoy cansado —murmuró—; esperaré el día en un lugar cercano —y se dirigió al lugar. Llamó a una puerta.
—¿Quién sois? —le preguntaron.
—El barón de Fortcastell —respondió, y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra.
—¿Quién sois y que queréis? —tornaron a preguntarle.
—Vuestro señor —insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen—; Teobaldo de Montagut.
—¡Teobaldo de Montagut! —dijo colérica su interlocutora, que lo era una vieja
—. ¡Teobaldo de Montagut, el del cuento!... ¡Bah!... Seguid vuestro camino y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles chanzonetas insulas.
III
Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya, se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza, y sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado, y confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.
—¡Y este es mi castillo, no hay duda! —decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba—. ¡Aquel es mi escudo grabado aún sobre la clave del arco! ¡Este es el valle de Montagut! ¡Estas tierras que domina el señorío de Fortcastell!...
En aquel instante, las pesadas hojas de la puerta giraron sobre los goznes y apareció en su dintel un religioso.
IV
—¿Quién sois y qué hacéis aquí? —le pregunto Teobaldo al monje.
—Yo soy —le contesto éste— un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio de Montagut.
—Pero... —interrumpió el barón—Montagut ¿no es un señorío?
—Lo fue... —prosiguió el monje— hace mucho tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo, y como no tenia a nadie que lo sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?
—Yo... —balbuceó el señor de Fortcastell, después de un largo rato de silencio—, yo soy... un miserable pecador que, arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad y a pedirle que lo admita en el seno de su religión.